Hay una situación que se repite siempre en bares y restaurantes en Cataluña.
Comienza con el pedido de los platos o tapas a compartir, el camarero o camarera toma nota de todo, y antes de irse hace la pregunta infaltable: «¿y pan con tomate?»
Y frente a pregunta tan sencilla, siempre hay una sencilla respuesta: Sí!
No puede faltar nunca una ración de pan con tomate en las mesas catalanas, básicamente por dos razones: es riquísimo y barato!
Si bien hoy es un plato que todo el mundo disfruta, su origen es muy humilde. De hecho, aunque en algunos restaurantes ofrezcan maneras refinadas de degustarlo, el origen del pa amb tomaquet (bien dicho en catalán), estuvo lejísimo de cualquier refinamiento.
Son los pagesos catalanes (los campesinos de estas tierras) los que desarrollaron esta idea, hoy tan popular.
Dos siglos atrás.
Imaginemos la vida en el campo hace más de 200 años. Nadie pensaba en el pan como un producto industrializado como hoy, esto llegará recién a fines del siglo XIX.
En aquellos años, el pan se hacía una vez a la semana.
Y no en una pequeña barra. No, no. Era una hogaza muy grande, pensada para ser consumida durante días. Y todos sabemos lo que pasa con el pan luego de unos días: se endurece y casi es imposible de comer.
Y esto era algo con lo que lidiaban quienes trabajaban todo el día fuera de casa. Por las tardes, luego de muchas horas de esfuerzo en el campo, los pagesos merendaban para poder aguantar el hambre hasta la hora de la cena. Y qué tenían a mano?
Pan. Duro. Imposible de masticar.
Así que tomaban el tomate, lo cortaban en dos y los frotaban contra la rebanada de ese pan. Los jugos del tomate lo ablandaban y también le daban sabor. Una fantástica solución, ¿no creen?
Por eso, gracias a una necesidad muy básica y al hambre de estas personas, nace una tradición que hoy está más viva que nunca.
Receta del Pa amb Tomaquet
El mejor pan, el más típico para comer un buen pa amb tomaquet, es el pan de Pagés. Ese pan de aspecto bien rústico, generado a partir de masa madre, que se corta en rebanadas grandes y se tuesta.
Sobre cada rebanada tostada se frota el tomate: idealmente debería ser tomate de “penjar”, de colgar, que se caracteriza por tener una pulpa suave que impregna bien el pan al restregarlo.
Luego llega la sal y, finalmente, el aceite de oliva en buena cantidad, rebosando ese pan y dando el toque final perfecto.
Y quienes hayan estado en España saben que el aceite de oliva es una garantía de sabor y aroma inmejorables.
Una aclaración: puede ocurrir que en algún bar te traigan los ingredientes para que te “autogestiones” tu pan con tomate. Entre los ingredientes, encontrarás también ajo. Si te gusta, es cuestión sólo de pelarlo y frotar el diente contra el pan, antes del tomate.
Un tip: sólo un poco, no te entusiasmes demasiado con el ajo, porque puede quedar muy fuerte y tapar los sabores del tomate y el aceite, los grandes protagonistas de este manjar.
Y ahora, a hincarle el diente! A que está rico?
Fácil de hacer, delicioso y con ingredientes simples. O sea, la fórmula perfecta para que el pa amb tomaquet sea un éxito, y por eso se seguirá disfrutando por mucho tiempo más.
El origen del fuet puede remontarse hasta hace casi 5000 años atrás. Ya los íberos, los primeros habitantes de estas tierras, utilizaban la técnica de fermentación junto con el secado de la carne, pero serán los romanos sus grandes consumidores. Y la popular “lucanica”, nombre en latín que la definía en aquella época, será la que dará nombre a la “llonganissa” catalana, hermana mayor del fuet.
Nacido en Cataluña, el significado de la palabra “fuet” es “látigo”, esa varilla o cuerdecita atada a un mango para golpear caballos o mulas. Pero también es el nombre de este embutido curado tan famoso y típico catalán, cuya forma delgada y alargada (un grosor de entre 1 y 2 dedos), recuerda lejanamente la forma de un látigo.
¿Cómo está hecho el fuet?
Todo empieza con carne magra de cerdo, picada más o menos fina, que luego se adoba con sal y pimienta negra. Posteriormente, se embute en una tripa delgada y se cura. El tiempo de maduración oscila entre 3 semanas y un mes.
Si hay algo que distingue al fuet es esa piel natural de color blanco que lo recubre; y se da como resultado del proceso de fermentación. Gracias al cual se generan los hongos que ayudan a mejorar el sabor final.
Ahora llega la gran pregunta: ¿se come con o sin piel?
Y la respuesta sería: Depende.
De qué? Básicamente, del origen de la tripa en la que se embute la carne. Si es natural, es decir, la propia tripa de la carne, se puede comer sin problema.
No sería tan recomendable si la tripa es sintética, lo cual es bastante habitual en los fuets de producción industrial.
El fuet es único.
Pues sí, es verdad, su sabor es único, pero variedades hay muchas, y esto tiene que ver con el microclima donde se desarrolla el fuet.
Los de montaña, por ejemplo, son más secos. Los de zonas bajas o más húmedas (como el famoso de Vic), presentan el moho que mencionamos anteriormente.
Pero independientemente de su precedencia los mejores serán los artesanales, siempre.
Se pueden conseguir en cansaladerías, charcuterías o carnicerías. Sin aditivos, sólo la carne, la sal y la pimienta. No se necesita más para hacer un gran fuet.
Ahora, si ya te hiciste de tu fuet, recodar siempre lo siguiente: nunca se guarda en la nevera.
Lo ideal es conservarlo colgado en un sitio fresco y aireado, sobre todo si es artesanal. Y al consumirlo, se debe cortar al bies (en diagonal). Algunos lo hacen muy fino, otros más grueso que la longaniza, pero siempre va muy bien acompañado de pan o «pan con tomate» e incluso en bocadillos.
Ahora sí, llegó el momento de comerlo. Así que… Bon profit!
La Barcelona del siglo XIII era una ciudad en pleno auge. De los 5000 habitantes que había en época romana, la Ciudad Condal medieval llegó a tener unos 40000 aproximadamente. Esto, sin contar los visitantes que estaban de paso. O los que no llegaron a ser censados.
Muchos de estos últimos vivían en los límites del barrio de la Ribera con el mar: una zona más deprimida y centro de la vida marinera.
Este sector, que era conocido como “la Marina”, era también el lugar de residencia de forasteros que no vivían en las mejores condiciones: sin trabajo, sin familia y muchas veces no eran contados en los censos de la ciudad.
Para vivir, esta gente recurriría al robo, de pequeñas cosas, para poder conseguir alguna moneda para comer. La salvación llegaba si lograba ser reclutados como parte de alguna tripulación, entre los barcos que llegaban y salían del puerto de Barcelona.
Ahora, qué podían comprar con esas pocas monedas? ¿Qué tipo de comida? Ahí es cuando entra el título de nuestro artículo:
El malcuinat.
Como se darán cuenta, la palabra nos lo dice todo. Mal cocido. Podemos asegurar que no se trataba de la mejor oferta gastronómica de la ciudad, nada que ver con lo que nos gusta mostrarles en nuestro canal.
De qué se trataba? Básicamente, de una especie de guisado hecho con los restos de lo que no se suele elegir para comer. Sobras de comidas, vísceras, huesos y los peores trozos de carne. También se lo llamaba, comúnmente, cap i pota.
Para poder hacerse con un plato de malcuinat, bastaba con acercarse a alguna de las paradas de casquería, donde se vendía este potaje. Llegó a haber tantas de estas paradas que en el año 1375 se llegó a prohibir la venta de carnes en algunas zonas de la ciudad.
Imaginemos la escena: banquetas o pequeños puestos en las calles de Barcelona, y gente muy humilde y con mucho hambre haciendo cola para engullir un poco de ese malcuinat.
Hay registros de que se vendía, por ejemplo, en el Carrer dels Capellans, a metros de la Catedral; también en el Carrer de les Freixures, abastecido por el mercado que solía haber en la Placa de l’Angel (donde hoy está la estación de metro de Jaume I) y en una pequeña callecita, por la que se circula mucho, muy cerca de Santa María del Mar.
El nombre se conserva: es el Carrer del Malcuinat, y está justo a la salida del Fossar de les Moreres. Caminando por allí podemos imaginar a esa gente muy pobre, viviendo entre la ciudad y el mar, al lado del puerto, y pasando por esa calle para comer, al menos, algo que ayude a pasar el hambre.
Fuente: “Historias de la historia de Barcelona” – Dani Cortijo
Un atractivo innegable de la ciudad de Barcelona, sobre todo cuando llega el verano, son sus playas.
El barrio de la Barceloneta se convierte en los meses de junio, julio y agosto, en un hervidero de turistas y de algún que otro local, que buscan refrescarse en el mar y tomar un poco de sol.
El encanto de las calles y las gentes del barrio, su oferta gastronómica y el hecho de ser el puerta de acceso al Mediterráneo más cercana al centro y casco antiguo de la ciudad, convierten a la Barceloneta y sus playas en un punto muy popular y demandado por quienes visitan la Ciudad Condal.
En días en que sentimos que el verano está a la vuelta de la esquina, y ya nos soñamos en bañador disfrutando de un buen chapuzón, pensamos que no estaría mal recordar un poco cuál es el origen de este pedacito de tierra cerca del mar.
Porque hay que decirlo claro: la Barceloneta no existía (y no me refiero al barrio, sino a las propias tierras donde hoy se asienta) hasta entrado el siglo XV, cuando comienzan a depositarse los primero sedimentos que, con los siglos, darían lugar a este barrio tan emblemático de Barcelona.
Pero vamos por el principio, para entenderlo mejor.
De isla a barrio icónico
El litoral marítimo de la ciudad no era lo que hoy es, ni por asomo. En el siglo VI a.C. había una bahía entre la montaña de Montjuïc y el Monte Táber, que permitía el ingreso de las aguas hasta bien adentro de lo que hoy es Barcelona (se cree que el mar llegaba hasta donde hoy está la Plaça Catalunya).
El proceso será lento, pero constante: el mar se irá retirando, dando lugar a pequeñas islas y lagunas al principio, y a tierras firmes más adelante. Serán en esas tierras donde se irán asentando nuevos habitantes. Pasarán layetanos (los habitantes originarios), romanos y visigodos.
Para el siglo XIII, Barcelona será una ciudad medieval con una relación profunda con el mar. Un mar que llegaba muy cerca de la hoy famosa iglesia de Santa María del Mar (la misma que da nombre al libro de Ildefons Falcones, «La catedral del mar»); y las playas, llena de comerciantes, mercaderes, barqueros, pescadores y, por qué no también piratas y corsarios, se extendían entre lo que hoy conocemos como laPla del Palau y el Parc de la Ciutadella.
Pla del Palau
Con el siglo XV llega la muralla de mar (uno de sus límites se encuentra en donde hoy está la plaza Antonio López), que irá extendiéndose a todo el frente marítimo con el paso de los años. También, se inician las obras para un puerto. Con su consolidación, la actividad comercial de las playas se trasladará a la nueva vida portuaria de Barcelona.
Las obras del puerto se inician a instancias del rey Joan II de Aragón, en 1477. En ese contexto, es cuando se crea un espigón para unir a las costas de Barcelona con un banco de arena, conocido como Isla de Maians. A partir de allí, comenzará a crecer el viejo puerto de Barcelona.
Y es con este puerto que aparece un dique, conocido como Dique del Este, que es clave para entender el surgimiento de los orígenes de la Barceloneta. Asentado sobre la antigua Isla de Maians, irá creciendo en extensión con los siglos, contendrá las arenas transportadas por el ciclo marítimo y los restos de sedimentos arrastrados y depositados por el río Besòs.
De esta manera irá acelerándose, entonces, el proceso natural de formación de una playa, que le ganará 500 metros al mar en los primeros 200 años; y llegarán a ser entre 800 y 900 metros al día de hoy.
El nombre de Maians, cuentan algunas versiones, viene del apellido de un comerciante que atracaba allí sus barcos cuando venía a comerciar a la ciudad.
Y la verdad, es que antes de convertirse en el embrión del puerto, ese banco de arenas no tenía gran función. Pero gracias a la obra del genovés Stassi de Alejandría, el espigón que que anexó el destino de la Isla de Maians al de Barcelona, permitió el nacimiento de un puerto que no dejaría de crecer. Y sin quererlo, el origen de uno de los barrios más bonitos de la ciudad.
Así que, a partir de ahora, cuando camines por la zona que comprenden la Pla del Palau y la Estació de França, recuerda que caminas por una isla casi, casi olvidada.
Y hablando de estaciones de trenes, si querés saber qué trenes entran y salen de Barcelona, horarios, precios y compra de tickets de ferrocarriles (tanto en Barcelona como en el resto de Europa) leé este artículo de los amigos de Voy en Tren.
Cualquiera que llegue a Barcelona descubrirá que en muchos edificios y espacios públicos (en el barrio del Born también lo verán) se recrea, una y mil veces, la famosa leyenda de Sant Jordi: un caballero medieval que mata a un feroz dragón y, al hacerlo, rescata a la princesa.
Sant Jordi, o San Jorge, es patrono de Catalunya y su leyenda fue un elemento esencial a fines del siglo XIX, justamente en años donde se busca recuperar y revalorizar la cultura e identidad catalanas.
Pero Sant Jordi no es el único caballero que emprende la tarea de matar a un dragón. La leyenda que te contamos hoy también nos habla de la aventura de un caballero medieval, lo suficientemente valiente como para enfrentarse a esa bestia mitológica.
Es verdad que no alcanza exactamente los mismos resultados… quizás por eso es menos famoso. Pero su historia no deja de ser más que entretenida y llega hasta mezclarse con la realidad.
Viajemos en el tiempo al siglo XIII.
En esa Barcelona medieval había una familia de caballeros llamada Vilardell. De hecho, la calle en la que vivían se la conocía con el apellido de éstos: Carrer d’en Vilardell. Hoy, esa misma calle, se llama Carrer dels Cotoners y está en pleno barrio del Born, una de las zonas con más encanto de la ciudad de Barcelona.
La cuestión es que, por aquellos años, había un dragón que atacaba a quien pasase por el camino que unía a Barcelona con Girona: no importaba si eran personas o animales, el hambriento dragón los devoraba a todos.
Cansado de esta situación, el caballero Soler de Vilardell decidió tomar cartas en el asunto y se preparó para emprender la gran aventura: ir a matar a un dragón.
Cuando estaba apunto de salir de su casa, se encontró con un vagabundo en la puerta. El hombre, que evidentemente vivía en muy malas condiciones, le pidió una limosna al caballero.
Soler de Vilardell dejó su espada apoyada en la puerta y entró en la vivienda para buscar algunas monedas con las que ayudar al pobre hombre.
Sin embargo, cuando regresó a su encuentro, ya no estaba allí. Pero no sólo faltaba el vagabundo, también faltaba su propia espada!
Lo más extraño del caso era que en su lugar, había otra. Una espada de gran temple con una preciosa empuñadura. Y con un detalle especial: en la hoja había una inscripción que rezaba así:
“Espasa de virtut
brac de cavaller
pedra i drac
jo partire”
(“Espada de virtud
brazo de caballero
piedra y dragón
yo partiré”)
Con semejante espada en mano, Soler sintió que no podría fallar. Estaba listo para emprender su viaje y matar al dragón.
A medio camino pensó que sería mejor probar la espada, para ver si lo que la inscripción ponía, se cumplía de verdad.
Eligió una gran roca en el camino y, diciendo las palabras mágicas, cargó sobre ella:
“Espasa de virtut
brac de cavaller
pedra i drac
jo partire”
Espada de Vilardell «La Vilardella»
La roca se partió en dos sin dificultad y, en ese momento, el caballero se dio cuenta de que tenía la mejor espada para obtener la victoria. Así que, sin dudarlo, continuó su viaje para encontrar al famoso dragón.
Y llegó el momento: ahí estaba la bestia, hambrienta y feroz. Soler de Vilardell atacó al animal, sin miedo. Su espada mágica brillaba cuando la empuñó con todas sus fuerzas y la clavó en el cuello del dragón. Con un sólo golpe le cortó la cabeza, mientras decía:
“Brac de cavaller
espasa de virtut
pedra i drac
jo partire”
Contento por haber vencido, no se dio cuenta de que no había dicho las palabras en el orden correcto. Y, mientras tenía su brazo alzado con la espada en alto, una gota de la sangre del dragón resbaló por la hoja de la espada, pasando por su brazo y llegando, finalmente, a su corazón. Sólo pasó un instante, y el valiente caballero caía muerto por envenenamiento.
La puerta de Sant Iu (San Ivo) de la catedral de Barcelona y la representación del caballero Soler de Vilardell
Si estás de camino por Catalunya, y pasás por Sant Celoni, se puede ver una montaña de piedras que, cuentan por ahí, cubre el cadáver del caballero. Todos la llaman la Roca del Drac.
Y la espada? Quedó en la familia mucho tiempo. Muchos reyes y príncipes querían poseerla, por ser tan preciada y especial, pero los Vilardell no quisieron desprenderse de ella.
Sin embargo, hay un curioso registro, en el año 1270. Una sentencia en el Archivo de Cortesía de la ciudad dictamina nulo un duelo en el que se enfrentaron dos señores: Bernat de Centelles y Arnau de Cabrera. El motivo de la nulidad? Parece que el ganador había usado la espada mágica de Soler de Vilardell y, como todos sabían en la época, está prohibido usar armas mágicas en la caballería.
Finalmente, se sabe que la espada pasó a manos de los Condes de Barcelona, una joya que heredaron en la familia. Así consta en los documentos de aquellos años que se conservan en el Archivo de la Corona de Aragón.
Fuente: “Fantasmas de Barcelona” Sylvia Lagarda Mata / @cuadernodeLuis
Caminar por Barcelona es, muchas veces, viajar en el tiempo. Sobre todo, al recorrer barrios como el Raval, el Gótico y el Born: la Barcelona amurallada que creció hasta superar sus límites hasta bien entrado el siglo XIX. Por las callecitas del casco antiguo uno puede encontrarse, si mira bien, con trazos y huellas de la vida de una ciudad que fue, en plena Edad Media, un importante centro comercial en todo el Mediterráneo.
Y de todos los aspectos que forman para de la vida urbana, hoy vamos a enfocarnos en uno que parece acompañar a la humanidad siempre, no importa de qué época estemos hablando: la prostitución.
Hay mucha tela para cortar sobre este rubro, el que se conoce como “la profesión más antigua del mundo”. E iremos contándote más historias y detalles en otros artículos. Porque, como te imaginarás, no faltan curiosidades a lo largo de tantos siglos.
En la Barcelona Medieval
Hoy, empezaremos en la Edad Media: una época en que Barcelona y su puerto eran parte de grandes rutas comerciales; una época en que llegaban por el mar cantidad de marineros, mercaderes y comerciantes. Y cuando hay muchos hombres que llegan a nuevo puerto, después de haber pasado bastante tiempo en alta mar, todos sabemos lo que buscan apenas ponen pie en tierra, no?
Durante aquellos años, los burdeles van a ser tolerados. Es claro que la prostitución no era socialmente aceptada, pero era tolerada (se la consideraba un mal menor necesario) y hasta regulada para asegurar la convivencia con el resto del conjunto social (las primeras ordenanzas aparecieron en el siglo XIV).
Se sabe que la edad permitida para poder ejercerla iba de los 12 a los 20 años. Y que los consellers (consejeros) de Barcelona imponían a las mujeres que se prostituían un código de vestimenta. Básicamente, debían vestirse diferente que el resto de las mujeres que se consideraban “honestas”. Por ejemplo, vestirse de blanco con un cinturón azul, para poder ser reconocidas fácilmente; o no poder usar capa o manto, aunque fuera invierno e hiciera frío. Además, no estaban autorizadas a comer o beber en público.
Cuando llegaba la Semana Santa, se producía una interrupción obligada de los servicios sexuales de pago. En días santos, las prostitutas debían recluirse en un convento, y así evitar “tentar” a cualquier hombre que pudiera desear buscar un encuentro con ellas.
Las Ramblas y el barrio del Raval, que nació como periferia de Barcelona, fueron los lugares de la ciudad donde la prostitución se desarrolló en toda su variedad de colores, sin haber desaparecido hasta el día de hoy.
¿Cómo encontraban los burdeles?
Pero hoy les contaremos las huellas que los burdeles han dejado en el casco antiguo, y no exactamente en el Raval.
Antes comentábamos que muchos hombres llegados al puerto buscaban los servicios de alguna señorita. Ahora, tenemos que detenernos en un importante detalle: esos hombres, en su mayoría, no sabían leer ni escribir. Para identificar, por lo tanto, un prostíbulo había que recurrir a recursos que no incluyeran la palabra escrita.
En Barcelona, para señalar el lugar de un burdel había un sistema de señales desarrollado. Un ejemplo, era pintar la parte inferior de la fachada de color rojo vivo, clara señal de lujuria. Otro detalle, era escribir el número de la calle en un tamaño claramente más grande que el resto de los números de otras casas o locales.
Pero el elemento que ha sobrevivido al paso del tiempo y que podemos aún ver en algunos rincones escondidos de la ciudad fueron las carasses: unos mascarones hechos de piedra que representaban las cabezas de demonios, sátiros o medusas.
Esta señalización fue una evolución que llegó pasada la Edad Media, en el siglo XVII, más exactamente luego de la Guerra dels Segadors, de 1640. Se decidió colocar estas cabezas en las esquinas para ayudar a los soldados castellanos, que se habían hecho con el dominio de la ciudad, a encontrar con facilidad un prostíbulo.
Encontrando las «carasses»
Hoy, por las callecitas el Born podemos ver algunas carasses que han sobrevivido al tiempo y las demoliciones. Y como somos muy buenos, para que no tengas que salir a buscarlas sin ninguna pista, te contamos dónde están.
La más famosa y que es muy fácil de ver está en la esquina del Carrer dels Mirallers y del Carrer dels Vigatans.
Estuvo en riesgo de ser perdida para siempre en 1983, cuando se derribó el edificio en el que estaba, cuando se estaba llevando a cabo un plan de rehabilitación de la Ciutat Vella.
Por suerte, los vecinos intercedieron y la salvaron: una vez restaurada se colocó nuevamente, y ahora la vemos en la finca que se levantó en el solar donde había estado todo ese tiempo.
La segunda está muy cerca y tiene nombre: Papamoscas.
Justo en la esquina del Carrer dels Flassaders y el Carrer de les Mosques, se halla esta carassa que cree indicaba la ubicación de un burdel.
Parece que esta calle era un callejón sin salida en esos tiempos y el prostíbulo, se dice, era de categoría.
Es más: hay una versión que cuenta que algunas de las mujeres que allí trabajan dejaron la profesión gracias a la ayuda de un marinero.
¿Cómo es eso?
Bueno, en aquella época cuando un barco pasaba un muy mal momento en alta mar, los marineros solían pedirle a la Virgen protección y que les salvara la vida.
Lo que prometían a cambio, era hacer feliz a alguna mujer. Así que, cumpliendo su promesa, parece que este marinero “rescató” a alguna de las señoritas que trabajaban allí.
La última de las carasses que podrás encontrar en el Born está en el Carrer de les Panses.
Tomando el Carrer de les Trompetes hay que pasar un arco, y al girar sobre los talones y apreciar el edificio que se tiene enfrente. En el tercer piso hay una media cara, con barba.
En ese caso, el mascarón estaría marcando la planta exacta donde funcionaba el burdel, para evitar conflictos con los vecinos.
Es claro que no hay confirmación totalmente fehaciente de que todas estas carasses hayan pertenecido sí o sí a un burdel.
También pudieron haber sido parte de la ornamentación de la construcción en la que estaban.
Pero, sea como sea, son el testimonio de un pasado, que siempre es atractivo descubrir.
Ahora sólo te resta tomar el mapa, levantar bien la cabeza y salir en su búsqueda.
Fuentes:
“Historias de la historia de Barcelona” – Dani Cortijo
“Els secrets de la Rambla de Barcelona” – Ángel Ferris y Núria Fontanet
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